lunes, 3 de mayo de 2010

Cuarto día


No entiendo por qué me llega al correo del blog, que también es el de mi página web, publicidad del tipo (esto debería ser una nota al pie: lo que no entiendo, y aunque aquí se hable de Madrid, es cómo alguien se toma la molestia de ir recabando direcciones de e-mail de las webs o de los blogs para anunciar lo siguiente):

"Estamos llevando la comunicación del Centro Comercial La Vaguada de Madrid y quería informarte de que desde el 15 de abril el centro lleva a cabo diferentes actividades para celebrar el estreno de la última película de Tim Burton, Alicia en el País de las Maravillas.

Podrás customizarte en el set de maquillaje y peluquería para sentirte como uno de los protagonistas, y además llevarte una fotografía con tu nuevo look. ¡Ah! Y también hay un concurso de Caracterización, con el que podrás ganar tarjetas regalo en compras de La Vaguada."

¿Os apuntáis a costumizaros de Alicia o de conejo a La Vaguada? ¿Habéis visto la peli de Tim Burton? Yo no. Desde septiembre no piso un cine.





El día del libro me mandaron a Vallecas, a un centro cultural llamado  El sitio de mi recreo  en honor a  Antonio Vega. Se trata de un edificio cubierto por paneles oxidados, al que la gente del barrio, según me dijo la librera, conoce como El oxidado. Cogí un taxi, pues llegaba tarde, y por la carretera, coronando la villa, vi un cerro pelado que pensé que tenía que ser el del Tío Pío. Es extraño ese pedazo de tierra sin nada (o sin nada desde la carretera), como si se hubiera decretado salvar un solar en lugar de como si fuera un parque. Aunque en Madrid se les llama parques a lugares que parecen páramos. ¿Tengo yo una idea antigua, prepostpostmoderna, de lo que es un parque (= césped + árboles)? Que conste que me gustan estos especímenes, pero porque me sugieren una desolación consoladora.

El caso: que llegué a Vallecas tarareando la canción de Antonio Vega, pero que luego, cuando salí de El oxidado y me puse a andar por el barrio, lo que sonaba en mi cabeza era En blanco y negro, de Barricada. Y desde entonces no ha parado de sonar. Dice cosas como ésta:

Tengo tiempo para crecer



la ciudad parece distinta


durante horas puedo ser capaz


de emocionarme en estas calles


y andar inmortal


aprendiendo cada esquina.


Sólo quiero ser más rápido que ellos


echar todo a perder un día tras otro


y un buen rato después saber llegar a casa


antes de que el sol me diga que es de día.


Casi nunca sé dónde estoy


no me importa los días ni la dirección


te preguntarás qué coño hago aquí


dispuesto a buscar pelea si hace falta.


Porque sé que es un baile salvaje


combate a mala cara


veo todo en blanco y negro, blanco y negro.







Lo de En blanco y negro viene a cuento de lo que sigue:  David y Marta me llevaron a visitar a la Eugenia a San Nicasio, un barrio de Leganés. Escribo esto y es como si hubiese dejado de cantar el estribillo de la canción de Barricada. Un bajón. Pues eso es lo primero que se siente al llegar a Leganés: un bajón total. Vallecas tiene historia, o un algo que vibra en la calle. Leganés no parece tener historia ni nada que vibre en la calle, sino ser el epítome de algún tipo de catástrofe pequeña, cotidiana, imperceptible e indigna de ser contada.

La Eugenia es la madre de Marta, y vive en un piso atiborrado de absolutamente todas las cosas susceptibles de caber en una vivienda humilde y de adornar el escaparate de una tienda igual de humilde, de barrio dentro del barrio, de todo a cien, de chinos, de mostrador y estanterías donde ya no se puede quitar el polvo aunque se limpie, de marcos bañados en dorado que han perdido el dorado. La Eugenia era muy guapa de joven; ahora está viejuna, y en la encía superior le quedan dos dientes (a mi madre también le quedarían dos dientes si no fuera funcionaria; a mi abuela no le queda ninguno: tuvo piorrea). La Eugenia es regordeta, tiene el pelo como si hubiese estado debajo de un secador de manos, y se mueve con prisa de la cocina al salón . Me dice Marta que a su madre le gusta tener invitados, a pesar de que ella no se sienta a la mesa. Es la primera vez que yo escucho eso de "no sentarse a la mesa". Supongo que es una costumbre que aún persiste en algunas zonas rurales. Días más tarde me entero de que no se trata sólo de un asunto puertohurraqueño y ancestral: la abuela de Nere, que era una señorona de Bilbao, tampoco se sentaba a la mesa (el abuelo de Nere, que  sí se sentaba a la mesa, se aparece ahora en la cocina, o eso dicen las colombianas que tienen alquilada la casa). La Eugenia viene de una localidad cercana a Talavera. Llegó a Leganés con veintimuchos, y a los pocos meses conoció al padre de Marta. Ha tenido una vida perra que no voy a contar aquí, aunque no creo que ella lea blogs. Lo que sí voy a contar es el festín que nos dimos gracias a su laboriosidad: de entrantes, aceitunas con bicho pinchadito en un palillo y tortilla de patata, y luego arroz con setas y gambas. De postre, tarta de queso (aunque yo comí melón). Estaba todo buenísimo, Eugenia. Y me alegra que al final sí te sentaras a la mesa con nosotros.






Llegamos al barrio de Marta en el Metrosur. La última vez que lo cogí fue en 2004. Me acuerdo porque fue para presentarme a unas oposiciones que, gracias a Dios, suspendí.  San Nicasio tiene su estación; me dice M. que antes el tren pasaba por mitad del barrio, y que cuando ella era niña jugaba junto a la vía. Hoy lo único que queda de aquello es esta señal: 






El bulevar por el que pasaba la antigua vía es nuevo y silencioso,  y sus arriates están llenos de flores (mientras escribo esto me doy cuenta de que es lo más agradable que vi en Leganés, aunque no recorrí la localidad con exhaustividad, sino en plan flâneur, que es siempre una manera pija de adentrarse en los sitios). David me señala algunos edificios y me dice que en los 70 y en los 80 podían llegar a vivir varias familias en un solo piso, que el aluminio ha hecho mucho daño en el paisaje urbano, que lo que caracteriza a Madrid y a sus alrededores es la profusión de rótulos. Hay calles, afirma, en las que no se ve otra cosa. Yo agregaría: y las máquinas de aire acondicionado.








La Ciudad de los Muchachos, a la que al final no fuimos, parece el título de una novela argentina, pero es una escuela para chavales con problemas que fundó un tipo que me inquieta, al que llaman tío Alberto. Otra de las benefactoras de la villa fue Paquita Gallego, que no me inquieta, y que por lo visto puso un comedor para pobres, motivo por el cual en el paseo que lleva su nombre se alza la estatua de un pobre comiendo un plato de garbanzos (lo de los garbanzos me lo estoy inventando). Según la Wikipedia, San Nicasio es uno de los barrios más castizos y con más solera de Leganés. Cuando una escucha estas palabras espera encontrarse, por lo menos, con algo de más de un siglo, pero por estos lares lo más castizo es el desarrollismo franquista. De tiempos más remotos sólo quedan unas cuantas ermitas y el cuartel de Saboya, convertido hoy en la Universidad Carlos III. También persiste en su ser, o eso parece, el marco de granito de la casa en la que Juan de Austria estuvo de extranjis.






¿Qué hacía Marta cuando vivía en Leganés? Iba a un bar llamado Iskariote. Iba con sus hermanas a la vía. Iba a la plaza del pueblo y se sentaba con sus amigas en un banco a comer pipas y a esperar a que alguno de los chicos que se sentaban en los bancos de enfrente le pidiera rollo. Yo también me acuerdo de lo de pedir rollo: en septiembre, cuando volvíamos al colegio, nos contábamos cuántos nos habían pedido rollo durante el verano, y también las veces en las que habíamos dicho que sí, y lo salados que estaban los besos con sabor a cáscara de pipas. También me acuerdo del reservado de las discotecas, en el que sólo se veían las cabezas de los cigarros describiendo trayectorias extrañas e iluminando brevemente el rostro del que daba una calada.


Me llama la atención la ropa que cuelga en las ventanas:






O más exactamente: me llama la atención que nadie se lleve la ropa, que un preadolescente no escupa en las bragas que se va a poner la abuela. A mí me educaron con aquello de que la confianza da asco.

A David y a mí nos sorprende que tanto Madrid como el cinturón estén plagados de edificios costeros. No sé si ésta es una percepción de los que nos hemos criado junto al mar, ni si los madrileños comentan lo raro que es toparse con edificios como los de Leganés cuando se pasean por Gandía o por Benalmádena. La primera vez que tuve la impresión de estar en Torremolinos en lugar de en Madrid fue yendo al edificio de Santillana (este fenómeno sólo ocurre tras atravesar la M-30). Desde el metro hay que subir una cuesta  en la que construcciones feas, inmensas y rodeadas de jardines sugieren que el Mediterráneo está a la vuelta de la esquina. He aquí un ejemplo más modesto, como corresponde a Leganés:





Dice David: "La diferencia es que en Alicante un edificio así estaría hoy vacío". No le pregunto por qué.

Ilustro a continuación algunas de las cosillas mencionadas:


El horrible aluminio, del que David se queja amargamente.




Más ropa que me demuestra que la confianza no tiene por qué dar asco.



Un edificio del paseo Paquita Gallego.




La pintada con orgullo de barrio (que es una muestra del universal buen resultado que da lo de hacer de la necesidad virtud).



Acabamos el paseo en la Feria de Abril de Leganés. Somos ya mayores y nos sentimos temerosos ante El martillo o El barco pirata. Lo que cayó fue la noria:







Con tantas vueltas no nos atrevimos luego a probar las cocretas ni las puntillitas. Tampoco escuchamos a los Esencia, que son esos tíos que hay debajo del luminoso.






Gracias, Marta y David. Gracias, Eugenia.