miércoles, 28 de septiembre de 2011

Me voy a Usera

No le comento a A. que he tenido serias dudas sobre cuál era el lugar exacto de nuestra cita. Él me había dicho con pulcritud: En Legazpi, en la embocadura del puente que lleva a Usera, con vistas al césped del Manzanares. Y yo, delante de las imágenes vía satélite de Google, me preguntaba: ¿Qué cesped? El Manzanares salía verde, pero eso, me dije, no es más que el verdín del agua. Cierto que en el mapa sólo se veía un puente; sin embargo, la inseguridad provee de posibilidades insospechadas.

A. también me dijo que en Usera había lagos.

¿¿Lagos??

Sí, lagos. Y un vampiro chino.

Por favor, le contesté, quiero ir ya a Usera.




En la Wikipedia pone que Usera es un distrito con siete barrios: Orcasitas, Orcasur, San Fermín, Almendrales, Moscardó, Zofío y Pradolongo. Su creación es reciente (1987), y lo que había por estos lares eran huertas, entre las que destacaba la del tío Sordillo, un terrateniente cuya hija se casó con el coronel Marcelo Usera. El tal coronel decidió que era más rentable edificar que vender alcachofas, así que parceló el terreno y lo vendió. Añade la Wikipedia: "El encargado de la delineación y trazado de las calles fue el administrador de don Marcelo, por lo que decidió dar a las calles nombres de los miembros de la familia Usera, así como del personal de su servicio y algunos vecinos. Tales calles son por ejemplo Isabelita, Amparo o Gabriel Usera. Su calle principal es Marcelo Usera, situada entre la Plaza de Fernández Ladreda (conocida popularmente como Plaza Elíptica) y la Glorieta de Cádiz. Limita con el distrito de Carabanchel por el oeste y noroeste, con el distrito de Arganzuela y el Río Manzanares por el noreste, con el distrito de Puente de Vallecas por el este y con el distrito de Villaverde por el sur."


La verdad es que cuando voy a visitar barrios nunca miro la Wikipedia, y cuando escribo sobre ellos tampoco. Pero hoy sí. Sobre Usera sabía yo que la calle Antonio López, patrón de este blog, conecta Marqués de Vadillo con Marcelo Usera, es decir, Carabanchel Bajo con parte del distrito.





Durante unos años viví entre Urgel y Oporto, y una tarde callejeé con Esther hasta aquí, excursión que se me antoja en cuesta arriba, y que sin duda mezclo con otras excursiones por la zona. Antaño, cuando me cansaba del parque de San Isidro para mi jogging vespertino, paseaba mi chándal entre ambos distritos. O entre Carabanchel y Carpetana, que es más lúgubre. Luego recuerdo, y también sueño, con marañas de calles, que más o menos tendrían esta forma en texto:

"La acera era estrecha, alta e incómoda como la de un pueblo, pero no tuve dificultad en, una vez comprobado que no había coches, pasarme a la mitad de la calzada y llegar a la cúspide pensando en batir un récord en los cien metros lisos. Descubrí otro montículo, y luego otro y otro; por la forma en que se disponían, parecía que el espacio contara con un espesor distinto, y pensé que nunca había visto cuestas parecidas, que no engañaran por su forma de vericuetos, como ocurría en ciudades árabes, sino por disponer de un espacio cuya extensión real se hurtaba porque podía permitirse la promesa de un horizonte. Me paré; estaba sin resuello, y también un poco molesta porque no tenía el premio de reposar la vista en un paisaje, ni de saber qué había más allá. Los edificios de protección oficial setenteros se alternaban con las típicas casas bajitas que hacían pensar en algún pueblo de Ciudad Real, o de Galicia si estaban remozadas con azulejos de los de poner en el cuarto de baño. En una de ellas había unos maderos sujetos con clavos en la puerta: era la típica vivienda que llevaba años cerrada, y eso seguiría pensando si no fuera porque, por el agujero de una puerta, asomó un gato orondo, que no pudo sacar el resto del cuerpo, pero que me dijo miau. Cuando desapareció advertí una luz tenue que venía del hueco. Al agacharme, vi un patio, y al final las resistencias naranjas y brillantes de un calefactor en torno al cual se movían unos pies. Era pues una casa ocupada, y los maderos estaban ahí para disimular"


La parte de Usera que A. me enseña, Almedrales, cuenta con todos estos elementos: alguna casita baja ocupada, losas que parecen del baño en las fachadas, ladrillismo VPO, animales que sólo pueden asomar la cabeza entre los alambres, lomas coronadas por la promesa del horizonte. También cuenta con parte de lo que yo tenía asociado a Usera, ser el Chinatown de los barrios (el del centro está entre el Mercado de los Mostenses y Leganitos). Con Esther, allá por el 2003, me asomé a los videoclubs chinos, y a alguna que otra peluquería oriental. Tal vez había boutiques con trajes de novia de color azul. Asia asomaba la patita. Hoy, en la calle Dolores Barranco y aledaños, ya tiene medio cuerpo fuera. A. me dice que son capitalistas sin complejos, y que se pasean en ¿Mercedes, Bemeuves? negros (lo siento, A.; jamás recuerdo las marcas de coches). En general, tengo poca memoria, y mejor que suelte cuanto antes lo que él me dijo, así al mogollón: no le gustan las plazas porque en ellas se junta lo más granado de lo peor, y en "lo peor" debemos incluir los asesinatos; el increíble chino de la calle La Pilarica, que empezó con una tienda de alimentación, siguió con un Todo a Cien y culminó con un súper de fruta y verdura cuya estética es similar a los Piedra de Córdoba; las emboscadas de la policía, también en La Pilarica; el mesón gallego A'Barca, que tiene retratos de Franco y botellas de vino con el careto de José Antonio, y que pertenece a un tipo de El Ferrol que se dedica a hacer viajes y a fotografiarse con famosos o en situaciones exóticas (?). 





























Comemos en A'Barca: está todo rico, y las patatas las sirven espolvoreadas con perejil, y no con pimentón. A. me cuenta sobre un sótano que ya no sé si está en Usera o en la calle Cáceres, pero sobre esa historia he de comportarme como Hemingway con sus icebergs. También me habla de Pradolongo, un parque dantesco que él no frecuenta porque no le gustan los parques. El lugar, dice, es literario, pues tiene plaquitas bajo los árboles en las que se describe la especie vegetal utilizando palabras como "lanceoladas". Su comentario hace desfilar por mi cabeza el libro Árboles y arbustos de Europa que utilizaba cuando niña para ilustrarme cuando mis padres me llevaban al campo, y que me servía de poco, pues en Valencia reinaba el pino carrasco. Las descripciones de Árboles y arbustos de Europa eran como pronunciar "Krakatoa" veinte veces mudando el acento y haciendo muecas. También me habla, por supuesto, del vampiro chino. Los vampiros y demás fauna de ultratumba es todo lo que nos queda a los profanos del temblor y la emoción del Más Allá. Iker Jiménez lo sabe muy bien. A. vio por primera vez al vampiro de Usera en los desaparecidos cines Liceo, donde había unas extrañas cruces. Al parecer, si eres chino los crucifijos ni fu ni fa. Hay que usar la hoz y el martillo. También lo vio pasar volando, y vendiendo barritas de pan en la tienda de alimentación de su padre. Luego le perdió la pista, aunque sospecha que se ha convertido en avestruz, en concreto en la que está en el Centro Socio-Cultural Mariano Muñoz. Sólo así se explica que el animal no aparezca decapitado algún domingo a consecuencia de los crueles furores adolescentes. He de decir que noté cómo el avestruz miraba mi cuello y se relamía el pico.




Desde lo alto de la biblioteca José Hierro, que es uno de los lugares preferidos de A., hay una panorámica de Madrid que debería ser preceptiva para las postales. Aunque en realidad, y vía Antonio López, ya lo está siendo. La densidad soleada del aire, lo que se puede barruntar desde la M-30 y la M-40, el golpe que te da la ciudad si la recuerdas desde la playa, y también una impresión de soledad, como si los edificios estuvieran vacíos o los habitara el desierto. Esa impresión de páramo que desprende la imagen sólo la desmiente el ruido.





La biblioteca parece arquitectura soviética de autor, categoría que acabo de inventarme.






El vampiro chino amenazó con chupar sangre de bibliotecaria si no dedicaban un espacio a los clásicos de la literatura asiática.





A. pasa de ese espacio. Lo suyo es la sección 82 de Literatura, donde, aclara, hay un rollo más sesudo.





Poco soviética es una casa baja presumiblemente ocupada por una familia gitana. No hago fotos porque la gitana me dice que ya se la jugaron unos periodistas, que la sacaron en la tele y que no quiere que su familia de Extremadura se entere de que vive sin agua, y en realidad sin casa. Nos pregunta todo el rato: ¿Sois periodistas o policías? El inmueble tiene un patio con higueras y tomates, que la gitana barre; al frente, con majestuosidad cutre y bizarra, se alza la sede de El Museo del Jamón.




Acabamos la aventura en el parque Pradolongo, inmeso, vacío, dividido en zonas más o menos pijas o más o menos salvajes, con una pérgola postmoderna y un edificio con una cúpula en ruinas. Es aquí donde está el lago, que para más inri tiene una playa de cemento y unas canchas. Santo Domingo, me suelta A. cuando miramos las canchas frente a la cúpula. Pienso ahora que a mí me pareció más bien un paisaje ruso, como si el lago estuviera congelado y las canchas fueran árboles pelados, con telarañas de hielo.







Se me olvidó añadir que el Manzanares, en efecto y contra mi escepticismo, sí tiene césped.




Gracias, A.

martes, 20 de septiembre de 2011

Maquinaria del ascensor, 2





"A veces imaginaba la casa como un iceberg cuya parte visible estuviera constituida por los pisos y los desvanes. Por debajo del primer nivel de sótanos empezarían las masas sumergidas: escaleras de peldaños sonoros que bajarían girando sobre sí mismos, largos pasillos embaldosados con globos luminosos protegidos por rejillas metálicas y puertas de hierro con calaveras e inscripciones estarcidas, montacargas de paredes roblonadas, bocas de ventilación equipadas, enormes hélices inmóviles, mangas de incendio de tela metalizada, gruesas como troncos de árboles, conectadas con válvulas amarillas de un metro de diámetro, pozos cilíndricos excavados en la roca misma, galerías alquitranadas abiertas de trecho en trecho por tragaluces de vidrio esmerilado, pequeñas cámaras, bodegas, casamatas, salas de cajas fuertes equipadas con puertas blindadas.

Más abajo habría como resuellos de máquinas y fondos instantáneamente iluminados por resplandores rojizos. Pasadizos estrechos desembocarían en salas inmensas, naves subterráneas, altas como catedrales, de bóvedas atestadas de cadenas, poleas, cables, tubos, cañerías, viguetas, con plataformas móviles fijadas a elevadores de acero relucientes de grasa y armazones de tubo y de perfiles que dibujarían andamios gigantescos sobre los que unos hombres con traje de amianto y la cara cubierta por grandes máscaras trapezoidales harían saltar intensos chispazos de arcos eléctricos.

Más abajo aún habría silos y almacenes, cámaras frigoríficas, cámaras de maduración, centros postales de clasificación, con casetas de guardagujas y locomotoras de vapor arrastrando bateas y plataformas, vagones precintados, contenedores, vagones cisterna, y andenes cubiertos de mercancías amontonadas, pilas de maderas tropicales, fardos de té, sacos de arroz, pirámides de ladrillos y perpiaños, rollos de alambradas, trefilados, codos metálicos, lingotes, sacos de cemento, barriles y barricas, jarcias, bidones, bombonas de butano.

Y más abajo aún montañas de arena, de gravilla, de carbón de coque, de escoria, de balastro, hormigoneras, escoriales, y pozos de mina alumbrados con proyectores de luz anaranjada, depósitos, fábricas de gas, centrales térmicas, derricks, bombas, torres de alta tensión, transformadores, cubas, calderas erizadas de tuberías, de manecillas y de contadores;

y tinglados repletos de pasarelas, puentes, grúas, tornos de cable tenso como nervio transportando maderas de chapeado, motores de avión, pianos de concierto, sacos de abono, pacas de forraje, billares, cosechadoras, cojinetes de bolas, cajas de jabón, toneles de asfalto, muebles de oficina, máquinas de escribir, bicicletas:

y más abajo aún sistemas de esclusas y compuertas, canales recorridos por trenes de gabarras cargadas de trigo y algodón y estaciones de autocares surcadas por camiones de mercancías, corrales llenos de caballos piafantes, rediles de ovejas baladores y vacas gordas, montañas de cajas hinchadas de frutas y hortalizas, columnas de ruedas de gruyère y de port salut, sucesiones de reses partidas en canal de ojos vidriosos colgadas de ganchos, amontonamiento de floreros, vasijas y garrafas estriadas, cargamentos de sandías, latas de aceite de oliva, toneles de salmuera, y panaderías gigantescas con mozos desnudos de cintura para arriba, con pantalón blanco, sacando de los hornos bandejas ardientes llenas de miles de pastelillos de pasas, y cocinas descomunales con perolas del tamaño de máquinas de vapor que vomitarían centenares de grasientas porciones de estofado en grandes fuentes rectangulares;

y más abajo aún galerías de mina con viejos caballos ciegos tirando de vagonetas cargadas de mineral y las lentas procesiones de mineros con cascos; y pasadizos rezumantes apuntalados con maderos hinchados de agua que llevarían hacia peldaños relucientes al pie de los cuales chapotearía un agua negruzca; barcas de fondo plano, barquichuelas lastradas con toneles vacíos, navegarían por aquel lago sin luz abarrotadas de criaturas fosforescentes que trasladarían incansablemente de una orilla a otra canastas de ropa sucia, lotes de vajilla, mochilas, paquetes de cartón cerrados con trozos de cuerda, tiestos llenos de plantas de interior canijas, bajorrelieves de alabastro, vaciados de Beethoven, sillones Luis XIII, jarrones chinos, cartones de tapices representados a Enrique III y sus validos jugando al bilboquet, lámparas de comedor llevando aún sus tiras matamoscas, muebles de jardín, canastas de naranjas, jaulas de pájaros vacías, alfombras de dormitorio, termos:


más abajo volverían las marañas de tuberías y mangas, los dédalos de alcantarillas, colectores, callejones, los angostos canales bordeados de parapetos de piedras negras, las escaleras sin baranda dominando el vacío, toda una geografía laberíntica de tenduchos y traspatios, de soportales y aceras, de callejones sin salida y pasajes, toda una organización urbana vertical y subterránea con sus barrios, sus distritos y sus suburbios: la ciudad de las tenerías con sus talleres de olores infectos, sus máquinas asmáticas de correas cansadas, sus amontonamientos de suelas y pieles, sus cubas llenas de sustancias parduscas, las empresas de derribos con sus chimeneas de mármol y estuco, sus bidets, sus bañeras, sus radiadores oxidados, sus estatuas de ninfas asustadas, sus farolas, sus bancos públicos; la ciudad de los chatarreros, los traperos y los piltras con sus montones de harapos, sus esqueletos de cochecitos de niño, sus fardos de battle-dresses, de camisas chafadas, de cintos y de rangers, sus sillones de dentista, sus colecciones de diarios viejos, de monturas de gafas, de llaveros, de tirantes, de salvamanteles con música, de bombillas eléctricas, de laringoscopios, de retortas, de frascos con tubo lateral y de objetos de vidrio variados; el mercado central del vino con sus montañas de bombonas y botellas rotas, sus fudres desfondados, sus cisternas, sus cubas, sus botelleros; la ciudad de los basureros con sus cubos volcados dejando escapar cortezas de queso, papeles grasientos, raspas de pescado, agua de fregar, restos de spaghetti, vendas viejas, con sus montones de inmundicias acarreadas sin fin por los bulldozers pegajosos, sus esqueletos de lavadoras, sus bombas hidráulicas, sus tubos catódicos, sus viejos aparatos de T.S.F., sus sofás despanzurrados, y la ciudad administrativa, con sus cuarteles generales por donde pulularían militares de camisas impecablemente planchadas desplazando banderitas sobre mapamundis; con sus morgues de cerámica pobladas de gángsters nostálgicos y ahogadas blancas de grandes ojos abiertos; con sus salas de archivos llenas de funcionarios de bata gris compulsando a lo largo del día fichas y más fichas de estado civil; con sus centrales telefónicas en las que se alinearían kilómetros de telefonistas políglotas, con sus salas de máquinas de crepitantes teleimpresoras, de  ordenadores que lanzarían fajos de estadística por segundo, fichas de sueldo, hojas de existencias, balances, lecturas de contadores, resguardos, estados cero; con sus tragapapeles y sus incineradores que engullirían sin fin montones de formularios caducados, de recortes de prensa apiladas en carpetas pardas, de registros encuadernados en tela negra cubiertos de una diminuta letra violeta;

y, abajo del todo, un mundo de cavernas con paredes cubiertas de hollín, un mundo de cloacas y ciénagas, un mundo de larvas y bichos con seres sin ojos que arrastrarían caparazones de animales, y monstruos demoníacos con cuerpos de ave, cerdo o pez, y cadáveres secos, esqueletos revestidos de una piel amarillenta, petrificados en una pose de vivientes, y fraguas pobladas de cíclopes alelados, vestidos con delantales de cuero negro, protegido su ojo único con un cristal azul engastado en metal, golpeando con sus mazos de bronce escudos deslumbrantes."

Georges Perec, La vida instrucciones de uso. El fragmento es cortesía de Raúl, que me ha dicho: "Se me ocurrió que era una periferia subterránea. Una inundación de palabras".