jueves, 23 de agosto de 2012

Cementerios





Ir a ver a mis muertos. Eso es lo primero que hago cuando llego al pueblo de mi familia materna. Antes de tener mis propios muertos también lo hacía. Me paseaba entre los nichos sin anticipar las pérdidas. Tampoco pensaba en mi muerte, ni que mis muertos fueran a elegir ese cementerio, aunque me doy cuenta de que ellos no eligieron, a pesar de que el final no los sorprendió y de que algunos ni siquiera vivían en el pueblo. Estuvieron meses,  incluso años, proyectando una sombra cada vez más corta sobre sus tumbas. Pero no dijeron nada.
 
En un pueblo casi todos los muertos son conocidos. Miro sus fotos; me sorprendo de la juventud de algunas mujeres y de las veces en las que me las he cruzado por la calle mientras vivían, cuando era niña e imaginaba sin el menor afán de acertar. Imaginaba sin más sobre sus vidas, atribuyéndoles lo que mi fantasía deseaba para mí siempre y cuando fueran guapas.
 
Eso era un imperativo categórico en mi familia: las mujeres debían ser guapas. Sólo una mujer bella tenía derecho a una existencia plena. Yo no entraba dentro del canon familiar, y me vengaba con las mujeres que no consideraba guapas. Para ellas sólo imaginaba desgracias.
 
Cuando llegué a Madrid enseguida quise ver el Cementerio de La Almudena. Por supuesto, mi ignorancia era máxima sobre las posibilidades de  tener allí a alguno de mis muertos, pues esos muertos, de existir, pertenecían al futuro. 
 
Del Cementerio de La Almudena sólo sabía por dos amigos madrileños. Uno de ellos militaba en lo siniestro, y creo que era él quien me dijo que toda su troupe gótica iba a La Almudena a trazar símbolos satánicos, o a hacer otro tipo de rituales light y a susurrarse lo que nunca se atreverían a llevar a cabo, como decapitar gallinas a la puerta de los panteones o  a los pies de los ángeles. El otro amigo no era siniestro, y me contaba que de noche se llegaba a la tapia del camposanto a cazar murciélagos. Tal vez fuera al revés, y quien cazaba los murciélagos era el siniestro. Yo estaba enamorada de sus ropajes negros.

Me sorprendieron los autobuses circulando entre las tumbas. Autobuses de línea rojos, como todos los de Madrid, recorriendo senderos de cruces, de flores de plástico, de retratos en blanco y negro, y también en color. Los cementerios, con sus paredes de nichos, siempre me han recordado a un archivo, o a esas fichas que antaño llevaban los estudiantes y los profesores, y que un día se sacaban y se ponían en orden, una tras otra. La frialdad clasificatoria, en los cementerios de los pueblos, se rompe porque los huesos que reposan en los ataúdes baratos no son anónimos. Sin embargo, en La Almudena me sobrecogió las vastedad de aquella nada que proyectaban los rostros. Mi memoria no podía  sabotear el frío orden mortuorio.
 
No he vuelto a ir al Cementerio de La Almudena.
 
En 2009 di un taller en la Biblioteca Municipal La Chata, sita en Carabanchel. Los barrios del sur están en cuesta, y tienes la impresión de elevarte sobre la ciudad. El centro de Madrid, obviamente, es más  vital, pero también más estresante. Cuando llevas mucho tiempo en esa cresta de la ola que es el cogollo de la ciudad y te metes en un barrio con jardines feos porque en los barrios casi todo es feo, y edificios que a veces no son demasiado altos, lo que permite que el horizonte se abra entre dos calles, tu cuerpo sale como despedido a la calma y al cielo, que es más azul porque hay menos contaminación. Recuerdo que, tras mi primera sesión en La Chata, me interné en un parque raquítico, y llegué a un curioso cementerio. Un hombre que vendía flores para los muertos me dijo que era el cementerio de la Parroquia de Carabanchel Bajo. Había un pequeño declive; al subir, se veían en panóramica las tumbas que quedaban atrás, y el espectáculo era raro, como postnuclear y fuera del tiempo. Las lápidas parecían haber brotado del suelo. El hombre de las flores añadió que junto al cementerio había una ermita del siglo XIII que era la más antigua de Madrid. Me acerqué a ver la ermita, que colindaba con el muro de la antigua cárcel de Carabanchel (creo que era ese muro, aún sin derruir). La rodeaban hormigoneras y obreros. No sé qué hacían. Desde luego, no la restauraban, pues ya estaba restaurada.

Otro día fui con Urban al Cementerio de los Ingleses, que está en Carabanchel Bajo. Fabulé ingenuamente con que dicho cementerio se pareciera a los que había visto en Irlanda, con cruces saliendo del césped. Lo que encontré fue esto:





 
 
 
 





No digo que no tuviera su aquel, sobre todo porque podías espiar las traseras de los edificios.

En una ocasión entré en el Cementerio de San Isidro con Esther. También iba con Manuel y con Nicolás. En esta ocasión vi un montón de muertos ilustres, y el recuerdo que guardo de la visita es parecida a la impresión que dan los parques madrileños de cierta solera, siempre con pinos y pinocha y verdores añejos y cosa ladrillista pero con impronta goyesca:
 
 
 
 
 
 
 
Las tumbas gitanas son las más entretenidas:
 
 
 
Ay, Pili:
 
 
 
Tal vez busqué tumbas de niños. Desde que visité el cementerio de Zaragoza, donde hay una zona infantil con las tumbas decoradas como si los padres fueran a jugar sobre ellas, con piedrecitas azules y muy brillantes, con dibujos, con cabezas de muñecas y huesos minúsculos, busco las lápidas de los infantes. Me he inventado lo de la decoración, pero algo así fue la impresión que me quedó.