miércoles, 13 de febrero de 2013

Villalba y el dinero

Hoy he estado por primera vez en Villalba. Isidro, que vive en Galapagar, me invitó a su programa de radio para entrevistarme. Radio Villalba Somos Todos tiene su poquito de cultura y música. No soy yo quien separa la música de la cultura, sino el nombre del programa, Música y Cultura, que se emite los sábados, aún no sé a qué hora. Las ondas herztianas de Radio Villalba sólo alcanzan los alrededores serranos. Podré escucharme si cuelgan el podcast. En verdad detesto escucharme; lo hago para averiguar si he dicho alguna barbaridad. Los masoquistas somos así.


Caminito de Villalba me preguntaba qué le diría yo a alguien de fuera de Madrid si me inquiriese sobre este pueblo. Qué contestaría al "¿Conoces Villalba?" de un joven de Cuenca. Le tendría que responder que en rigor no, y sin embargo hay algo en los lugares de paso que cualquiera conoce aunque nunca se haya detenido en ellos. Ir a El Escorial, a Cercedilla, a Zarzalejo o a Guadarrama en bus supone pasar por la rotonda junto al centro comercial de Villalba, El Planetocio creo que se llama. Mi novio le dice El Paletocio. Asimismo, cualquiera que viaje en autocar a  El Escorial, a Cercedilla, a Zarzalejo o a Guadarrama sabe que en Villalba se apea la mayor parte de la gente con aspecto de curranta, sea porque vive aquí, sea porque en Villalba hay, o había, trabajo. Villalba, para los que hemos subido a los pueblos con solera que están al pie de las montañas, es el pueblo obrero de la sierra, o al menos el pueblo obrero que se ve desde la carretera. Habrá más, claro. Valdemorillo. Pero no están tan poblados.


Mi novio es de Madrid y confirma mi percepción. Me dice que Villalba, aunque ha sido el centro neurálgico de los pueblos de la serranía, es un sitio más bien pobre. Que la gente que tiene un poco de dinero no quiere vivir aquí. Que es importante porque muchos servicios están en Villalba, como los juzgados, y que los pijos de Madrid de hace 25 o 30 años poseían todos una casita en Villalba. Lo de la casita y los pijos se acabó con el democratizador ladrillo. De repente había urbanizaciones de chalets para todos. Las ciudades dormitorio se pusieron de moda. Yo recuerdo este fenómeno cuando vivía en Valencia. Cómo mirábamos a los niños que tenían la suerte de vivir en un chalet con piscina y perro.
 
 
Cuántas veces he oído que habría que meter en la cárcel a los arquitectos que diseñan esas hileras de chaletitos horrendos, tristes, y en cuántas ocasiones no se me ha encogido el estómago al imaginarme viviendo en una periferia así, que en Madrid parece resaltada en negrita. Madrid tiene un barrio pijo, el de Salamanca, que comparado con el pijerío de Barcelona o París da más bien pena. Se huele demasiado el cemento, el elemento común. Con las periferias serranas pasa lo mismo; las zonas  adineradas lucen siempre algo deslavazado, de solar, de autopista con paneles, de parada de autobús. La palabra "exclusivo" no define aquí ninguna exclusividad. Eso me gusta mucho de Madrid. La imposibilidad de la endogamia social. Estoy generalizando, sí.


Pero lo que yo iba a decir al hilo de las espantosas hileras de chalets es si en verdad ese horror no obedece a nuestra pasividad a la hora de rebelarnos contra el gusto heredado. El tópico es hablar de las horrísonas urbanizaciones de la sierra, de la zozobra roja del ladrillo y la homogeneidad. ¿Qué tal si un día escribo una entrada sobre la maravilla de enfilar una calle de chalets de acabados perfectos, con sus jardineras repletas de petunias, con sus bojes y el sol brillando sobre el tejado de pizarra? El gusto es un asunto cultural y etcétera; la mera estética no sirve como argumento. Hay que buscar otras razones. Por ejemplo, que me inquieta imaginarme en uno de esos chalets porque no hay calle, o que me gusta porque crecí en ellos y ah, el jardín, el fox terrier del vecino, jugar con las piedras.


El argumento que más me convence es este: las cosas que se hacen sólo por dinero hieden. Enriquecerse cuanto antes no genera compromisos con la propia labor. Ni con los demás.


Ojo: no estoy en contra de ganar dinero. Eso sería una imbecilidad. Estoy en contra de que las cosas se hagan sólo por dinero.
 
 
Termina la grabación del programa; Isidro me acompaña a la parada de autobús. Subo; sólo llevo un billete de 20 euros, y el chófer me dice que no puede darme cambio. Me bajo del autobús. Me interno en una colonia llamada, creo, La Cerca; me han dicho que subiendo la calle hay un pequeño comercio y un bar. Ni un alma. Tengo la impresión de estar en alguna urbanización costera en invierno, donde de verdad no hay nadie. Lo que mosquea de Villalba, o de este trozo de Villalba, es que sí hay alguien. Toda la colonia está habitada. Tal vez son viviendas VPO. En esta calle de edificios habitados me topo con un mesón cerrado, una farmacia cerrada, un comercio lúgubre y un bar. Ya está. Si el comercio lúgubre y el bar hubiesen estado chapados, habría tenido que caminar hasta el centro del pueblo en busca de cambio para poder tomar el autobús de regreso.
 
 
Sin embargo, Isidro me ha hablado de lo bien que se siente en su chalet de Galapagar, frente al ventanal de su despacho, que mira la sierra. No lo sé.