lunes, 22 de febrero de 2016

El olvido que seremos




Foto de Olmo Calvo.



Si hay un tema periférico por excelencia en nuestra sociedad es la muerte. No queremos ni olerla y... ¿por qué tendría que ser de otra manera?, se preguntarán. ¡Fuera penas! Puede que tengan razón; sin embargo, también hay argumentos para defender que esta huida del desenlace inevitable nos ha convertido en seres frágiles cuando de abordar nuestra desaparición o la de nuestros seres queridos se trata. Lo que no se acepta se vuelve monstruoso.


Salvo en el Día de Todos los Santos, los cementerios permanecen vacíos, incluso los de las grandes ciudades, sobre los que cabría la suposición de que fueran más visitados aunque sólo sea porque es mayor el número de cuerpos (o de almas) que en ellos descansan. No es así, y el Cementerio de La Almudena, que no sólo es el más grande de la capital sino también uno de los mayores de Europa occidental (ya ha recibido a más muertos que vivos hay en Madrid) permanece vacío y fiel al refrán «el muerto, al hoyo; y el vivo, al bollo».


Me bajo en La Almudena y tomo la avenida de Daroca en dirección al acceso principal del camposanto. No es la única entrada. Si hubiésemos tomado la dirección contraria, habríamos llegado a otra más pequeña, situada frente al Cementerio Civil, y habríamos visto de paso el aspecto gozosamente añejo de las tapias a ambos lados de la avenida, que discurre con adoquinado durante un trecho largo.


Hoy hace sol, pero si se viene en un día nublado es imposible no pensar, frente a la sucesión de ladrillo desgastado y cruces negras, en historias de fantasmas, así como en el gótico victoriano. Esta parte de la ciudad tiene un regusto a Londres, aunque en tono menorcísimo: estamos en Madrid y lo que termina reinando es lo cutre.


Frente a la entrada principal hay unos jardines que los fines de semana se llenan de jóvenes y en los que, entre semana, encontramos a vecinos paseando a sus perros. Al pórtico inmenso, modernista con algunos detalles de influencia neomudéjar, lo flanquean dos edificios. Uno ha sido ocupado. Ahora hay allí un autodenominado ESOA (acrónimo de Espacio Social Okupado Autogestionado) con un cartel que reza La Dragona. Entre otras actividades, en este centro se organizan asambleas y se imparten talleres, revitalizando así un inmueble que permanecía cerrado e inútil.


Si los cementerios son una traslación de la manera de construir las viviendas de cada sociedad, desde luego La Almudena lo ratifica en todas sus partes, tanto en las más antiguas, situadas a la izquierda si se entra al camposanto por la puerta principal, como en las modernas. Las primeras constituyen la parte más bella de la necrópolis. Son las que presentan un aspecto romántico, aunque también descuidado.


Lápidas con verdín ennegrecido

Muchas lápidas, sobre las que se acumulan capas de verdín ennegrecido, están rotas, al igual que sus barandillas, las cuales, por su aspecto de cuna, adquieren connotaciones inquietantes cuando el lecho de muerte en cuestión es el de un infante. Por cierto que antiguamente se esculpía en las lápidas el nombre de los niños y las niñas tal como se los llamaba, de ahí la profusión de Rafaelitos y Merceditas en las leyendas.


Caminar por esta parte de La Almudena me lleva a acordarme de cementerios célebres, como el parisino Père-Lachaise. ¿Por qué Madrid no mima su camposanto más emblemático y propicia las visitas? ¿Tendrá eso algo que ver con la pasión por borrar la memoria histórica o con el complejo de inferioridad nacional, esto es, con no querer a nuestros muertos ilustres por avergonzarnos de nuestra tradición?


Que el modernizarse vino de la mano del pisito ladrillista y de que los nichos llevaran foto y se dispusieran en colmena queda claro en La Almudena. Un piso, un nicho. La muerte se deshizo de todo halo místico y se convirtió en algo administrativo que era mejor olvidar. Ni siquiera los panteones sirven para conmemorar más que el abandono: en su mayoría lucen sucios y desamparados, y si se logra mirar por alguna rendija, vemos que lo más profuso que hay en su interior son las telarañas.


Tumbas de chinos y gitanos

Me topo con tumbas de chinos (hubo un tiempo en que muchos se preguntaban morbosamente que dónde se enterraban los chinos), aunque las más entretenidas son las de los gitanos por la profusión de adornos que también podrían estar en un salón, y que incluyen desde muñecas (las preferidas del muerto) hasta pegatinas de los héroes favoritos del difunto.


Es jueves por la mañana y los únicos vivos con los que me encuentro son algunos ancianos frente a tumbas de esposas o hijos, más un par de hombres haciendo footing. El camposanto se dispone sobre una loma desde cuyo punto más alto hay una vista de la periferia de la ciudad muy cinematográfica, así como de la caída de las tumbas: un mar de cruces áspero, hormigonado, bello en su fealdad y en la falta de concesiones a un Más Allá que aquí parece que sólo puede estar acá.
Un autobús interurbano, el 110, irrumpe en la necrópolis. Verlo avanzar entre las tumbas se convierte en una experiencia onírica. Seguro que más de uno o una habrá estado tentado de creer en los autobuses fantasma.


Por cierto: puede haber experiencias aún más tenebrosas en La Almudena, como el Monumento a los Caídos de la División Azul o a los de La Legión Cóndor, aunque mejor no entrar hoy por estos vericuetos tan siniestros, que ya hemos hablado bastante de la muerte.
 
Este artículo se publicó en EL MUNDO Madrid el 25/06/2015.

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